Sinergia, ecosistema, transversalidad, digital, nueva normalidad, sostenibilidad, iteración, plataforma, omnicanalidad, transformación, híbrido, son muchos los términos que embadurnan el vocabulario de los profesionales que habitamos en la caverna vanguardista del management del siglo XXI.
Todos ellos tratan de decodificar y explicar el mundo organizativo en el que habitan millones de profesionales en el mundo. Y todos ellos, modas lingüísticas al margen, son necesarios para explicar la forma y el fondo de como es la vida profesional en la economía del conocimiento en este cambio de época del que somos contemporáneos.
Pero entre todos ellos, existe un concepto que esconde una potencia con la que los demás no pueden compararse. Un término al que no se le otorga la relevancia adecuada. Cuando, sin embargo, es probablemente el concepto que permite dar sentido a todos los demás en este lenguaje posmoderno del management.
Comunidad.
Y, aunque probablemente se trate de uno de los términos más utilizados por muchos de nosotros, no somos conscientes de la acuciante necesidad que tenemos todos los profesionales – y como organizaciones – de dar forma y sentido a todo lo que representa la idea de comunidad.
Creemos que hacer comunidad es construir una red de contactos a lo largo de nuestra vida profesional.
Damos por hecho que el intercambio indiscriminado de invitaciones a través de redes sociales profesionales nos hace miembros de una o de varias comunidades.
Creemos que tener un puñado de conversaciones en un evento físico o virtual implica ser parte de la comunidad con la que creemos estar relacionándonos.
Creemos que compartir momentos en nuestro día a día organizativo nos hace ser parte de la comunidad que representa nuestra compañía.
Creemos que la práctica del asociacionismo y figurar como miembro de una institución es una práctica suficiente.
Y, siendo todas esas creencias necesarias, en realidad son insuficientes.
En nuestro entorno hoy, las organizaciones necesitan ser mas comunidad que nunca. Comunidad en su esencia más profunda.
Comunidad como conjunto de individuos que comparten propósito, que comparten valores y convicciones.
Como sistema de conexiones basadas en la generosidad; de forma desinteresada en lo individual, pero muy intereada en la generación del bien colectivo.
Como enjambre de interacciones frecuentes, constantes, honestas, entre personas que se generan valor unas a otras para alcanzar resultados excepcionales.
Como red que da protección a las personas que forman parte de ese ecosistema, ofreciendo seguridad psicológica a lo que se dice o se hace dentro de ella.
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Comunidad, al fin y al cabo, como unidad emocional organizativa, donde los vínculos emocionales determinan la vinculación al grupo. Donde lo que yo como individuo estoy dispuesto a dar determina lo que mis iguales están dispuestos a ofrecer. Y viceversa.
No seremos las personas en su dimensión individual las que nos sacarán del atolladero en los momentos de convulsión máxima. Los héroes organizativos están sobrevalorados. Y las comunidades están claramente infravaloradas. Porque aún no se entiende bien su potencia instalada.
Las organizaciones necesitan que sus profesionales formen comunidades auténticas y genuinas porque es la forma más inteligente de sobreponerse a la incertidumbre a la volatilidad y al cambio.
Por eso las organizaciones y las instituciones requieren que los profesionales den un paso al frente y se conviertan en activistas comunitarios. Algo que va mucho más allá de hacer contactos, de tener conversaciones, de ser parte de un equipo, de secundar a golpe de like la idea o los egos de otros.
Se precisa airear las convicciones, no guardárselas dentro; porque son las convicciones las que nos permiten identificar a nuestros iguales de verdad. Sin honestidad, no es posible construir comunidad.
Se requiere abandonar poses y asumir el riesgo de ser quien se es, sin pretender formar parte de algo a partir de las expectativas de otros, sino por ser quienes y cómo realmente somos. Las caretas y los antifaces son los antisistema de la comunidad genuina.
Se necesita dar sin esperar nada a cambio. Abrirse en canal para que los demás accedan a tu conocimiento. Sin racanear ni dosificar lo que en forma de conocimiento o ideas se da a los demás.
Se precisa estar dispuesto a perder en lo individual para que los otros puedan ganar. El egoísmo es el golpe de estado de la construcción de comunidad.
Cuando un grupo de personas dejar de ser grupo para convertirse en comunidad sus posibilidades se multiplican. Su conocimiento crece exponencialmente. Su seguridad psicológica es más sólida. Sus capacidades, en definitiva, son más robustas para hacer frente a la complejidad y para generar valor hacia sí mismos y hacia aquellos con los que se relacionan.
Por todo ello, cualquier líder y sobre todo, cualquier profesional con foco en personas, debería sumarse sin temor y con firmeza a la idea de transformar organizaciones en comunidades. Dando su primer paso al frente. Declarando convicciones. Compartiendo conocimiento. Abandonando poses. Ofreciendo sin pedir nada a cambio. Conectando a unos con otros.
Haciendo comunidad, para ser comunidad.
Fuente: http://andres-ortega.com/hacer-para-ser-comunidad/
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Reproducido por Esperanza Herrera
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